Un día detrás del otro


Todos los días debes volver a resignarte a ser un típico escritor de fines de semana. Te levantas de la cama, te observas en el espejo del baño, te lavas la cara con el agua que sale del grifo, te cepillas los dientes con una rabia contenida, y tratas de imaginar cómo es la vida de un escritor profesional. ¿Cómo es la vida de alguien como Stephen King, por ejemplo? O, ¿cómo es la vida de alguien que puede dedicar las veinticuatro horas del día a construir ladrillo a ladrillo una obra literaria? Son pocas las personas en el mundo que han logrado tremenda hazaña, pero existen, aparecen a menudo en la televisión, son citados en artículos de internet, tienen columnas en los diarios más importantes… ¿Qué tienen ellos que no tengas tú? ¿Tienen más talento que tú? ¿Se esforzaron más que tú? ¿Tuvieron más suerte que tú? Quién sabe, ni siquiera vale la pena martirizarse con todas esas preguntas. Las cosas son así. Punto.

Te duchas rápidamente y, si te sobra algo de tiempo, te masturbas mientras el agua termina de quitarte los últimos rastros de jabón de encima. Lo haces pensando en cierto amigo de la universidad que te desvirgó encima de una toalla húmeda que ambos tendieron en el suelo de una ventilada casa de playa, pero pronto te golpea la culpa y vuelves a pensar en Esteban, tu novio, con quien tienes relaciones sexuales bastante satisfactorias por lo menos dos veces por semana. Te detienes a pensar en todas esas experiencias —sexuales y no sexuales— que tuviste de más joven, que te marcaron y que te inspiraron. Muchos de los cuentos que escribiste a los veinte años trataban de seducir a un amigo, de fumar marihuana, de vacacionar en balnearios y de hacerles sexo oral a hombres de treinta y tantos.

Te vistes con un pantalón gris de vestir y con una impecable camisa blanca, te peinas con una perfecta raya al costado y te preparas para trabajar nueve horas en una helada oficina. Tienes que poner buena cara, sonreírle a todo el mundo, quedar bien con todo el mundo, ser agradable y bien educado con todos. Tienes que ser un adulto y comportarte como todo un adulto. Ya no eres un niño. Ya no tienes derecho a fantasear. Te observas en el espejo de cuerpo entero. Nunca te has sentido guapo, pero este tipo de ropa te sienta bien y siempre crea alrededor de ti la ilusión de que tienes un cuerpo bien formado y unas piernas más largas de lo que en realidad son. Le sonríes a ese reflejo artificial de ti mismo. Hay algo de melancolía en esa sonrisa, pero también una secreta y gratificante serenidad.

Te sientas a la mesa.

Hoy Esteban se ha levantado más temprano que tú y ha preparado el desayuno. Te sirve huevos revueltos, pan recién tostado y jugo de naranja. Te pregunta por qué estás tan pensativo. No sabes qué responder. Desde anoche andas pensando en una nueva historia. Tienes en mente a algunos personajes. La voz narrativa comienza a inmiscuirse en tus pensamientos y a distraerte de las cosas que de verdad importan. Has apuntado tres o cuatro frases en una pequeña libreta que siempre llevas contigo, pero no es suficiente. Nunca es suficiente. Deseas empezar a escribir de una vez esa historia. Por desgracia, no podrás hacerlo hasta el sábado. Tienes mucho trabajo en la oficina. Eres un adulto. Tienes que pagar cuentas, llevar a los perros al veterinario, limpiar el departamento y ahorrar para cuando estés viejo. Esteban te consuela con su optimismo práctico. Te dice que tal vez la vida te ha llevado por ese camino, y no por cualquier otro, por una razón en particular. Tú asientes, recordando qué fue lo primero que te atrajo de él: esa conversación que sostuvieron sobre las semejanzas que indudablemente existían entre un cuento de Julio Cortázar (La autopista del sur) y una película de Luis Buñuel (El ángel exterminador).

Entre las cuatro paredes de la oficina eres como un personaje de Kafka. Gris. Las paredes te parecen demasiado grandes. El suelo se estremece bajo tus pies. Pero sonríes, saludas cordialmente a todos tus compañeros, te sirves un vaso de agua del bidón que está en el pasillo y te metes en la boca una pastilla para el dolor de cabeza. Tus compañeros te preguntan cómo estás y tú respondes que bien. Simplemente bien. A nadie en realidad le importa cómo te sientes o cómo se sienten esos seres invisibles que han ido colonizando tu cabeza. Te pasas el resto del día y de la tarde sentado delante de la computadora, analizando cifras, rellenando hojas de cálculo, resolviendo las inquietudes de los empleados de la clínica. Sólo levantas los ojos de la pantalla para ver al nuevo asistente de tu jefe: un chico delgado y simpático, recién egresado de la universidad, que no aparenta más de veintitrés años. Reconoces que es guapo, que tiene una linda sonrisa y un cuerpo muy trabajado en el gimnasio, pero eres incapaz de sentirte atraído por él. No te interesa en lo más mínimo. ¿Acaso estás deprimido? No, no estás deprimido. Pero hay un personaje sufriendo dentro de ti y tú no puedes actuar como si todo ese dolor no fuera real.

Llega de pronto el viernes, se cumple la misma rutina de siempre, y Esteban te recoge en su auto para llevarte a cenar a un buen lugar. Uno de esos lugares umbríos en los que solo hay gente adulta pero joven comiendo, bebiendo y hablando de viajes o de negocios. Te encuentras con una amiga de la universidad a la que no ves desde hace mucho tiempo. Le cuentas que estás acompañado de tu pareja y señalas con la vista a Esteban, que está sentado a tu lado. Ella se queda sorprendida, sin saber qué decir para disimular la incomodidad que de pronto la ha asaltado. Ahora entiendes que nunca fueron amigos en realidad. Todos tus amigos de la universidad —incluso los chicos heterosexuales— sabían que eras gay y nunca dieron muestras de que eso les incomodara en lo más mínimo.

Regresan al departamento mucho más tarde que de costumbre, Esteban cierra la puerta y tú empiezas a desvestirte antes de entrar a la ducha. Estás cansado, te duele la cabeza, te sientes ofuscado. El agua se desliza sobre tu cuerpo y arrastra esa sensación de haber desperdiciado un día más de tu preciosa vida. Te sientes estafado y muy molesto. Sales de la ducha. Encuentras a Esteban sobre la cama: está dormido, o eso parece. Te recuestas junto a él y besas una de sus mejillas. Lo amas y sabes que él te ama a ti. ¿Lo recuerdas? Tu madre solía augurarte un terrible destino lleno de promiscuidad y enfermedades. Ahora te sientes estafado otra vez. Estás demasiado cansado para pensar en esas cosas. Tu madre estaba muy equivocada. Te abrazas a Esteban. Él te acaricia la cabeza. Las palabras salen sobrando.

—¿Sería demasiada molestia si...? —dice Esteban, desabrochándose la correa del pantalón—. Pero si no quieres, sólo dímelo.

Te causa gracia su forma tan educada de pedirte que le chupes el miembro. Le terminas de bajar el cierre, te inclinas y te concentras.

El sábado, temprano en la mañana, Matías llega al departamento y lo revuelve todo con su infantil entusiasmo. Matías es hijo de Esteban. Es difícil explicarlo a los desconocidos, pero Esteban no siempre ha sido completamente gay. Tú piensas que nadie en el edificio ve con buenos ojos esa “peculiar” situación que escapa de lo que muchos consideran normal o aceptable. Esteban se encoge de hombros y te dice que para qué nos vamos a preocupar de lo que piensen los demás. Hay que vivir y punto. La gente es demasiado ignorante con respecto a estos temas. La madre de Matías les ha prohibido decirle la verdad al niño, ella no cree que esté preparado para entender que su padre es homosexual. Esteban está de acuerdo con ella hasta cierto punto. Tú sabes que tu opinión sale sobrando en todo este asunto y te duele que sea así. Para Matías sólo eres un buen amigo de su padre.

El fin de semana no tarda en convertirse en una nueva sucesión de aburridas responsabilidades. Metes la ropa en la lavadora, empiezas a limpiar el departamento de punta a cabo, haces la lista para el supermercado, preparas la comida, y finges interés en los comentarios de Matías sobre superhéroes y personajes de caricatura. Haces todas esas cosas sin dejar de pensar en la historia que sigue crepitando dentro de tu cabeza. Eres como un personaje de Clarice Lispector. Piensas. No puedes dejar de pensar. Sirves la comida al mediodía. Matías dice cuánto le gustan tus espaguetis en salsa boloñesa. Esteban dice, en tono burlón, que esos dos años en Le Cordon Bleu al menos sirvieron para algo. Tú te enojas y te pones a lavar los platos y los cubiertos. Sigues enojado mientras sales con rumbo al supermercado. Te pasas una hora o dos llenando un carrito, revisas las etiquetas de todos los productos tratando de escoger los menos cancerígenos, pasas tu tarjeta por el POS sin fijarte ni por un segundo en el rostro melancólico de la cajera, y te parece que el chico que está justo detrás de ti en la cola tiene un aire a alguien que conociste mucho tiempo atrás, pero sólo es tu imaginación. Últimamente imaginas demasiado.

Por la tarde, Esteban, Matías y tú van juntos al cine. Una película de Marvel o de Disney, dos cubetas grandes de pop-corn y tres vasos de Coca-Cola. A ti te gustaría entrar a la sala en la que exhiben “cine de autor” para ver la última película de Yorgos Lanthimos, pero entonces aparece en la pantalla uno de esos actores altos, fornidos y esculturales (como suelen ser los actores que interpretan a los superhéroes) y se te quita esa idea de inmediato. Te convences de que no hay nada de malo en apreciar el físico de un hombre que no es tu pareja. Solo queda disfrutar.

El domingo es tu última oportunidad. Te preparas y empiezas a escribir desde muy temprano. Sentado delante de la lap-top, con una taza de café al costado y con varios libros alrededor. Hoy no cocinarás, ni lavarás platos, ni guardarás la ropa en los roperos. Hoy estás completamente solo delante de tus personajes. Es aterrador ese panorama de sentimientos extraños. Matías sigue revoloteando a tu alrededor, como un moscardón, pero ya no te molesta su presencia. Esteban pasa y te observa con el rabillo del ojo. Tú también lo observas y te asalta un pequeño resentimiento. Esteban cree que eres muy talentoso pero que te has hecho demasiadas expectativas al respecto. No es fácil que una editorial te publique, eso lo sabes bien. ¿Quién puede vivir únicamente de escribir? Casi nadie. Eso también lo sabes. Sabes también que es extremadamente probable que nunca te conviertas en un escritor famoso, y eso a veces te paraliza, pero aun así continúas escribiendo y escribiendo. Cada palabra empieza a brotar de ti y se plasma sobre la hoja en blanco que se extiende sobre toda la pantalla de la computadora. ¿Eso eres tú? ¿Esos son tus pensamientos? Matías te observa y te pregunta qué haces.

Esteban responde por ti:

—Gabriel está escribiendo un cuento.

—¿Un cuento sobre qué? —insiste Matías, picado de curiosidad. Sus ojos claros parecen más abiertos de lo normal.

No tienes la menor idea qué responder.

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