Los muertos son más tolerantes que los vivos

El día de mi duodécimo cumpleaños cayó en domingo, pero papá y mamá empezaron a discutir desde muy temprano en la mañana. Ella le reclamaba haber rociado con orina el borde del inodoro. Él permanecía imperturbable, tumbado de costado sobre la cama; a veces respondía con un gruñido, pero enseguida volvía a guardar silencio. Yo escuchaba todo desde mi propia habitación, con el corazón encogido, estrujando en contra de mi pecho un rosario muy manoseado y grasiento. No era la primera vez que ellos peleaban, ni sería la última, pero yo no podía evitar que me dolieran todos esos insultos, casi como si estuvieran dirigidos a mí.

Eran poco más de las doce del día cuando mamá terminó de limpiar el baño, y papá aprovechó para invitarla a comer en un restaurante, con el pretexto de celebrar mi cumpleaños. Sin exagerar, yo podía contar con los dedos de una mano las veces que habíamos salido a comer fuera de casa. Ella aceptó de mala gana, pero no perdió la oportunidad de lanzar una última morisqueta; papá se le acercó por atrás y rodeó con ambos brazos su anchísima cintura y estampó un beso en una de sus turgentes mejillas. Forcejearon un buen rato entre carcajadas y al final se besaron en la boca con una mezcla de violencia y entusiasmo, sin sospechar que yo me enteraba de todo gracias a los ruidos que ellos hacían.

—¿Me perdonas?

—Está bien, pero no lo vuelvas a hacer.

Salimos de casa a la una en punto, vestidos con lo mejor que encontramos en nuestros roperos malolientes y con una resplandeciente sonrisa de dientes chuecos y amarillentos impresa en nuestros rostros apergaminados.

El carro de papá era un oxidado armatoste que ronroneaba y que expulsaba humo negruzco al avanzar penosamente sobre la pista, pero fuera de eso funcionaba bastante bien y hasta combinaba a la perfección con ese polvoriento paisaje lleno de fábricas, muchas de ellas abandonadas y de apariencia fantasmal. El grueso cordón industrial nos aislaba del resto de la ciudad y de la civilización.

—Este sitio es un muladar —dijo papá, espantado por el grotesco espectáculo de las moscas y de las ratas que se escabullían por entre los montículos de basura y los riachuelos de agua amarronada—. Siempre lo he dicho. En este país vivimos en la mierda y comemos mierda todos los días.

—Gordo, no digas lisuras delante de Omarcito —dijo mamá.

—¿Qué es eso de ahí? —pregunté yo de pronto.

Y señalé, a través de la ventanilla sucia y resquebrajada, un cuerpo de aspecto humanoide que estaba medio hundido en un charco pestilente.

Llevándose ambas manos a la boca y preparándose para emitir un grito, mamá ensayó, no sin cierto éxito, uno de esos gestos melodramáticos que había visto miles de veces en las telenovelas y en las películas.

Papá se bajó del carro y yo lo seguí. Desde su ventanilla, mamá me gritó que no lo hiciera, que era demasiado peligroso, pero yo hice oídos sordos a sus advertencias y me abrí paso a través de las piedras, del polvo y la basura. Finalmente, ella también venció sus propios temores y nos siguió de cerca, manteniéndose unos centímetros por detrás. Sentí un vacío en la boca del estómago.

A medida que nos acercábamos, el cuerpo en cuestión se fue revelando como un estropajo deforme que tenía las extremidades retorcidas y un rostro joven pero desfigurado por los moretones. Logramos distinguir, sin embargo, que se trataba de un adulto de sexo masculino. Estaba desnudo. Horrorizada, mamá se cubrió los ojos con las manos y se dio la vuelta para asegurarse de no ver nada malo.

—¡Qué barbaridad!

—No es el primer cadáver que ves —dijo papá.

—El último cadáver que vi de cerca fue el de mi santo padre, pero nunca lo vi desnudo —respondió mamá—. ¡Qué indecencia!

—Espéranos en el carro, mejor.

—¿Qué piensan hacer?

Miré a papá, haciéndole la misma pregunta sin abrir la boca.

Para suerte de ambos, mamá aceptó regresar al auto y vigilarnos desde allí. La vimos caminar de mala gana por la tierra con sus desgastadas alpargatas. Su cuerpo grande, robusto, se bamboleaba aparatosamente.

—Ahora, ayúdame a ponerlo bocarriba —dijo papá, después de asegurarse de que mamá ya no nos escuchaba.

—¿Estás seguro de que podemos moverlo? —inquirí.

—No creo que se moleste. Los muertos son más tolerantes que los vivos. Yo lo sé porque mi difunto padre también fue un muerto muy tolerante.

Lo retiramos del charco nauseabundo y lo colocamos de espaldas en el suelo. También quisimos enderezar sus brazos y piernas, pero no lo conseguimos.

—¿Te das cuenta de que su expresión acaba de cambiar? —dijo papá—. Ahora parece hasta contento. Yo creo que se siente agradecido con nosotros dos… Cuando mi padre se murió yo tenía más o menos tu edad, era un chiquillo, pero me acuerdo de que también lo encontré tirado en medio de la calle, alguien le había metido un tiro en la cabeza, nunca se conoció el motivo. Su rostro estaba pálido y también tenía una expresión llena de melancolía, pero entonces me acerqué a él, toqué sus manos y le dije que aquí estaríamos bien, que podía irse tranquilo. Te juro que se le formó una sonrisa en la boca. Nunca me olvidaré de eso…

Era la primera vez que papá me hablaba de su propio padre. El recuerdo de mi abuelo paterno siempre había estado rodeado de misterio.

Y siguió contándome otras historias, mucho más alegres, durante el almuerzo en el restaurante. Mamá abrió bruscamente una lata de cerveza con los dientes y se puso más alegre que de costumbre. Yo me mantuve quieto en mi silla, muy atento a las palabras que me dirigía papá y a toda la actividad que me rodeaba. Me pregunté qué sería del cuerpo de ese extraño. Me pregunté si sentiría frío o calor. Me pregunté cuánto tiempo tendría que pasar antes de que alguien lo recogiera.

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